domingo, 8 de noviembre de 2020

La sombra de las ballenas: Me dejó boquiabierta en cada página

SÁBADOS DE SÚPER FICCIÓN

La sombra de las ballenas

“Para Nina todo era extravagante y sonoro. El olor del barrio chino tenía la belleza y la fealdad de lo impuro”.

22 de febrero de 2020

por CYNTHIA ACUÑA MATAYOSHI

Su madre le prohibía salir en invierno al parque de nieve. Creía que podía perderse detrás de una puerta blanca. Decía que, en el parque, en invierno, detrás de los árboles nevados, la nieve mutilaba la vista hasta conducir hacia una puerta blanca, que la puerta se abriría, y detrás de ella, vería otro mundo cubierto de nieve. 

Nina imaginaba que ese blanco de la puerta no era como el blanco de la nieve, no era como el cielo blanco de Rusia ni como la sonrisa blanca de su madre ni tampoco era el blanco de la espuma de la rabia. Quería averiguar cómo era el blanco de esa puerta, si era como la orquídea blanca o como el blanco del sol o como el cuarzo, casi transparente, o quizás era como las salinas formadoras de desiertos o como la arena nevada, quería saber si era como el crepúsculo en el Ártico o como el humo blanco del cementerio donde se queman los huesos de los muertos, de qué color serán los huesos de los muertos, pensaba Nina, cuando no pensaba que odiaba a su madre por no dejarla salir en invierno.  

Cuando Nina cumplió dieciocho años no fue posible mantener la prohibición. Le dijo a la madre que haría un viaje. No le dijo que se había cansado de estar

Julieta Venegas
encerrada ni que se escapaba todas las noches para cantar en la calle, durante años, y que con la plata que había ganado pensaba irse en barco, muy lejos.

Fue entonces cuando la madre le hizo poner el parche. Un parche apenas visible en la parte alta de la nuca, detrás del cual el ojo izquierdo de la madre se escondía en el pelo.

¿Para qué lo quiero? ¿Para qué me sirve?, le preguntó Nina a la madre. Las cosas no se hacen para que sirvan, fue la respuesta. La madre de Nina lo consideraba una ofrenda y creía que las ofrendas se hacían en vida y con partes vivas del cuerpo.

─Es un ojo de la buena suerte, para vivir muchos años, para que no te ataque ningún espíritu ni te embarace.

La madre también tendría un parche, pero en la cara. Debajo, un cuenco vacío. Ella pensaba que podía vivir el resto de su vida con un solo ojo. Total, con el otro casi no veía. 

Con el parche en la cara la madre de Nina pensaba que adquiría un misterio, un poder nuevo. “De las cavernas salen las mejores cosas”. Ostentaba sus poderes, decía que se comunicaba con los muertos, y también que podía leer las manos, mucho más ahora que cargaba un agujero. Estaba feliz de ver partir a su hija con una parte de ella. 

─Ahora somos inseparables.

Así fue como Nina se fue de Rusia.

Nina pasó de cantar en las calles a cantar en un barco. El barco llegó a una ciudad que ella desconocía. Nina se ofreció como cantante en el barrio chino, en la periferia de la ciudad. Ella solo hablaba ruso, pero por suerte en el barrio chino no importaba la lengua que se hablaba: la gente se hacía comprender. 

Para Nina todo era extravagante y sonoro. El olor del barrio chino tenía la belleza y la fealdad de lo impuro. El ansia de atravesar una puerta blanca nunca desapareció. Tenía un bolso y un parche en la nuca. 

Desde que bajó del barco, Nina sintió que el piso se tambaleaba. Le dijeron que era por efecto del viaje, del tiempo que había pasado navegando. Nina no lo creyó. Ella creyó que era efecto de estar en una ciudad nueva. Pensó que por fin encontraría la puerta blanca en la ciudad nueva, a pesar de que en esa ciudad no hay nieve. Solo hay un puerto. Y cantinas de marineros y pensiones baratas para pasar la noche, y barcos amarrados a la orilla. También hay un tren que atraviesa el puerto hasta el centro de la ciudad. Y al sur hay un barrio chino. Y en el barrio chino hay un pórtico con la cabeza de un dragón. Y cerca del pórtico hay bares y pubs. Hay mercados de antigüedades. Hay un teatro. Y hay ferias con vendedores ambulantes. No hay iglesias, pero hay estatuas, hermosas como dioses. Y altares antiguos. Y a veces, en el barrio chino, uno puede cruzarse con fantasías. 

Las fantasías del barrio chino tienen forma humana. Están las que viven en los vagones de los trenes, las que piden limosna en el callejón. Están las que duermen en viejas cabinas telefónicas. Las que se proyectan como objetos publicitarios en varias dimensiones.

Nina no quiso volver a Rusia. No dejó de sentir que el piso se movía. A veces no lo siente. No lo siente cuando se masturba ni cuando toma helado de vodka con naranja. 

Marian escucha el canto de las ballenas, en la profundidad del tímpano oye los rugidos en una lengua indescifrable. 

Las ballenas no cantan palabras, cantan el silencio del mar. No les teme. Sentada en la cama, escuchando la vibración en las paredes del oído, no les teme. Tampoco las comprende. 

Aprendió a escuchar sin comprender, como los niños antes de hablar. 

Antes del lenguaje, rugidos. Antes del lenguaje, el sentido es la marca de un animal que se arrastra. Una hendidura en la superficie.  

Siempre es distinto. Los cantos de ballenas en las paredes de la boca, pegados a la lengua, tienen forma ovalada, como de luna invertida. Copulan con otras formas en el mar. 

Una vez, un sonido parecido a un pájaro, extirpado de raíz. Ballenas de pico alargado y ojos cubiertos de dientes, ojos blancos y dientes negros, alas inmaduras. Un pichón de ballena está muerto, eso imagina Marian, se cayó del nido del océano. Lo comerán otros animales o quizás lo devore la corriente. 

La ballena pico de pájaro llama a otros pájaros de color rojo y el océano se vuelve rojo, se vuelve azul y negro. 

Otra vez, un ritmo ondulante en el punto más blando del útero marino. Un remolino primitivo, de ahí proviene el canto que no tiene palabras. 

Marian cierra los ojos. El sonido entra por la nariz y resuena. Qué tontos, no le taparon la nariz con sebo ni los ojos, tampoco la boca. Puede escuchar el canto de las ballenas en la nariz como un hilo transparente que puja por salir, tiene latidos.

Cantos hechos de latidos.

Otra vez el aullido, seguido de una risa marina, la atormenta. El gemido de las ballenas es una carcajada en la oscuridad. El aullido avanza con paso de araña, la convierte en una sirena mirando el horizonte. 

Otra vez, un eco de búho, un brillo que no se apaga adentro del fuego.

Marian también escucha el estrangulamiento del sonido, un sonido nasal que le parece de cuerda, como darle cuerda a una caja musical o a la muñeca que habla, el sonido de la contorsión de la cuerda, el de la maquinaria del tic tac. 

Cuando lo escucha en la columna vertebral siente el viaje del retorcimiento. La columna también es un aparato auditivo. Cuando duerme también escucha. El canto se abre paso en el cuerpo.

La piel se enfría y los párpados se mueven, la boca se abre para vomitar ecos intraducibles. 

Tendrían que meterla a ella en un frasco de sebo, un frasco gigante, con tapa a rosca para no escuchar. Pero, por suerte, los médicos no saben nada de los sonidos, ella no quiere que nadie se los saque ni ahora ni nunca. Que nadie se atreva a pausar el alarido del mar. 


Cynthia Acuña Matayoshi nació en 1971 en la provincia de Buenos Aires. Se formó en los talleres de Fernanda García Lao y Liliana Díaz Mindurry; hizo clínica de obra con Martín F. Castagnet. La sombra de las ballenas es su primera novela (editorial Marciana, 2019). Escribe narrativa y poesía y dicta clases de escritura y literatura japonesa. 

CYNTHIA ACUÑA MATAYOSHISÁBADOS DE

Tomado de  https://laagenda.buenosaires.gob.ar/post/190952374890/la-sombra-de-las-ballenas

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