martes, 11 de julio de 2017

La distopía ya llegó

Lo peor está por venir
En el principio, las distopías –del griego, literalmente un mal lugar– fueron literarias.
Se usaba la imaginación para conjurar lo peor: ¿qué pasaría si el experimento humano
enloquecía y escapaba del control de la razón? Jonathan Swift, Samuel Butler y Voltaire
fueron de los primeros en dar forma a estas pesadillas, con un tono más bien satírico.
(En un gesto profético de esos caros al género, el protagonista de Candide arriba
en el siglo XVIII a Buenos Aires –que ya sonaba distópica al oído europeo–, para ser
perseguido por razones políticas.) En el siglo XX, su tono viró a la oscuridad con que
solemos asociarlo. Ya en sus albores se intuía la catástrofe que derivaría de la cruza
entre el desarrollo tecnológico y la compulsión a la violencia de nuestra especie. En
The Shape of Things to Come (1933), H. G. Wells avizoró bombardeos aéreos sobre
poblaciones indefensas. Ya en The Sleeper Wakes (1910) había concebido un año
2100 donde la población era explotada por una clase dirigente vana e indigna de
su poder. 
Los exponentes clásicos del género
proyectaron la pesadilla sobre el futuro. Tanto 1984
de George Orwell (que data de 1949) como Un mundo
feliz de Aldous Huxley (1932), donde un personaje elige
ser exiliado a las islas Malvinas (¡las distopías siguen
prefiriéndonos!), sugieren que lo peor está por venir. De ambos experimentos, envejeció
mejor el de Huxley, porque intuyó que el peligro más grande no vendría por el lado de las
dictaduras totales sino de la explotación del “apetito casi infinito que el hombre siente por
las distracciones”. 
La mayor parte de las distopías siguieron esa huella. En Fahrenheit 451 (1953), Bradbury
conjetura un futuro próximo donde los temores de Orwell se han hecho realidad: dado que l
os libros estimularían el pensamiento independiente, se los prohibe y se los quema. En
1962, La naranja mecánica de Anthony Burgess pintaba una Inglaterra en la cual habría
cuestiones de Estado más importantes que el libre albedrío. En Hagan sitio! Hagan sitio!
(1963), Harry Harrison asumió que la New York de 1999 sería inhabitable por culpa de la
superpoblación.  
Pero a medida que el cine mejoró tecnológicamente y el comic empezó a tomarse
libertades, las distopías pegaron un salto cualitativo. Por una parte, se volvieron populares,
ubícuas. Mientras la literatura seguía reflexionando sobre las potenciales consecuencias
de nuestros actos, a través de novelas como Rascacielos de J. G. Ballard (1975),
El cuento de la criada (1983) de Margaret Atwood Hijos del hombre (1992) de
P. D. James, el cine transformó nuestro negro futuro en un espectáculo, el telón de
fondo de una peripecia atractiva.
En Mad Max (1979), de George Miller, la tierra baldía en que deviene el planeta
después de una crisis energética importa menos que la odisea personal de su
protagonista, el ex policía Max Rockatansky (Mel Gibson). En Escape de Nueva
York (1981), de John Carpenter, el hecho de que la desintegración de los Estados
Unidos haya convertido la isla de Manhattan en una prisión es lo de menos: lo central
son las aventuras del carismático Snake Plissken (Kurt Russell), lanzado al rescate del
presidente de los Estados Unidos. Y en Terminator (1984), de James Cameron, la
distopía de un futuro regido por inteligencias artificiales retrocedía en el tiempo para
arrancarle al presente una memorable película de acción.
Por supuesto, también había films que subrayaban el riesgo de perseverar en el horror
que podía esperarnos, de encadenarse tres o cuatro decisiones desafortunadas.
(Uno de los grandes cultores de la distopía, Kurt Vonnegut, escribió en Buena puntería:
“Esa es mi principal objeción a la vida: cometer errores perfectamente horribles es
demasiado fácil”.) Desde la adaptación que Kubrick hizo de La naranja mecánica (
1971), pasando por La última ola de Peter Weir (1977) y llegando al Brazil de
Terry Gilliam (1985) –que hibridaba al Kafka de El proceso con la prosapia de los
Monty Python–, el cine no escatimó escalofríos a la hora de aventarnos al peor de los
futuros posibles.
Pero a la naturalización de estas pesadillas (de la cual forma parte el movimiento
cyberpunk, a la vez repugnado y fascinado por las nuevas tecnologías) se le agregó
otra característica, liderada por autores del comic. A partir de los años ‘80, empezó
a haber una distancia cada vez menor entre el futuro distópico y el presente. Así como
el reloj virtual llamado Doomsday Clock calcula cuánto tiempo podría separarnos de
un holocausto nuclear (desde que Trump preside Nueva Roma, estaríamos a dos
minutos y medio de la medianoche de nuestra especie), las más recientes ficciones
del género ubican la distopía a un tranco de este presente... o incluso, plantean que
nuestro presente es ya una distopía.
A comienzos de los ‘80, Alan Moore escribió V de Vendetta. La historia ilustrada por
David Lloyd estaba ambientada en un futuro cercano, pero ninguno de sus autores
hizo esfuerzo alguno por disimular cuánto se parecía ese porvenir a la Inglaterra de
Thatcher que padecían a diario. Casi en simultáneo, Katsushiro Otomo creó Akira,
poniéndole a la Tercera Guerra Mundial la fecha de su propio presente: una explosión
borra Tokyo el 6 de diciembre de 1982 y lo que Akira narra es algo que ocurre en 2019,
o sea mañana. (2019 es también la fecha en que ocurre Blade Runner, la maravillosa
película de Ridley Scott. A modo de homenaje, hace algunos años situé mi propia
contribución al género distópico, El rey de los espinos, en una Argentina de 2019
que ya es indistinguible de este 2017.).
Pero el hito fue Matrix (1999), que cerró el siglo de los futuros negros para servir la
distopía en nuestra mesa de hoy. Según el film de los hermanos Wachowski, que tanto
debe a pioneros del comic (el concepto general tiene mucho que ver con The Invisibles
de Grant Morrison; John Gaeta, que diseñó los efectos especiales, es fan de Akira), vivimos
en una distopía sin saberlo. Nuestro presente sería una simulación virtual –una versión high
tech de la caverna platónica–, que confundimos con la realidad y consumimos sin cuestionarla
ni cuestionarnos. El objetivo de esa simulación que reemplaza a la experiencia real sería el
de evitar que nuestra psiquis colapse, mientras el sistema se alimenta de nuestra energía.
Porque esa es toda la utilidad que tendríamos, en el futuro que ya estarían manejando las
inteligencias artificiales: servir como pilas AA mientras vivimos, para ser reciclados a nuestra
muerte y fungir de alimento para otras AA, al mejor estilo del film Soylent Green / Cuando el
futuro nos alcance. (¡Que era, a su vez, una adaptación de la novela Hagan sitio! Hagan sitio!
de Harry Harrison!)
Lo que Matrix sugería y todos asumimos con un rictus de resignación fue que lo que nos había
alcanzado no era el futuro, sino la distopía. Se volvió el género de nuestro naciente siglo por
antonomasia, aquel que mejor lo definía. Tanto es así, que una vez superada la fiebre de Harry
Potter, los adolescentes de Occidente adoptaron la distopía como su fantasía favorita a la
hora de perder la inocencia. Se acabó la magia: la tendencia predominante en materia de
literatura YA –Young Adult– que viene de las capitales de Occidente, está encarnada desde
hace años por pesadillas distópicas como Los juegos del hambre (Suzanne Collins) y sagas
como Divergente y Maze Runner. Los más jóvenes dan por sentado ya que, más temprano que
tarde, el nuestro se transformará en un mundo–Saturno consagrado a devorarse a sus propios
hijos. 
Los adultos, por su parte, probaron suerte con la literatura postapocalíptica. El fin del mundo
 tal como lo conocemos ya no se discute, lo único en duda es la fecha exacta en que se lo
detonará. Lo único que tendría sentido discutir o imaginar desde la literatura sería, según
libros como La carretera de Cormac McCarthy (2006), si entre los pocos sobrevivientes
quedará algo que aún pueda ser descripto como humanidad. Desde su costado más pulp,
eso es también lo que se preguntan las fantasías que nos imaginan rodeados por zombies,
tanto en el cine como en el comic y la televisión.
En el inminente relato ilustrado Escenas de El Delito Americano, el Indio Solari imagina que
ciertos notables de la batalla cultural de los ‘70 –entre ellos Tariq Ali, Jerry Rubin y Abbie
Hoffman– viajan a reponerse de sus heridas psíquicas en una clínica de nuestra costa
atlántica. (¿Quién le discutirá la decisión de fechar nuestra distopía nacional en aquella
época?) A partir de entonces todo es distopía, tanto en la fantasía de Solari como en los
titulares de los diarios. Porque es innegable: vivimos una realidad que no puede sino haber
salido de la pluma de un distopista. ¿Payasos presidentes? ¿Camiones asesinos?
¿Democracias en las cuales las mayorías deciden no votar? ¿Temperaturas que crecen,
hielos eternos que se hacen agua? Y el dato más increíble: ¿siete mil millones de seres
humanos que no ponen límite a la avaricia de miles, los dueños de una riqueza que ni
siquiera tienen tiempo de gastar porque siguen facturando compulsivamente, aunque
eso los conduzca –y nos conduzca– a la ruina como especie?
La distopía llegó, hace rato.

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