domingo, 7 de mayo de 2017

Nueva columna de Liliana Colanzi sobre monstruos

Aliens




HACE 18 HORAS

Hay pocas cosas tan irresistibles como un monstruo. El monstruo está atrapado entre la naturaleza y la cultura, furioso, y nos confronta al mismo tiempo con el deseo y con la muerte. Los monstruos son una ventana a una época y por eso aparece la película Life: Vida inteligente (Daniel Espinosa, 2017), en un momento en que un proyecto como Mars One planea enviar la primera colonia humana a Marte. La película ofrece lo mejor del cine clase B: una premisa atractiva (astronautas que encuentran un organismo unicelular en una muestra de suelo marciano), acción trepidante, muchas decisiones estúpidas y un monstruo capaz de hacerte saltar en la silla cada vez que aparece. 
A diferencia de películas como Gravedad e Interestelar que muestran la épica (y toda la cursilería) del astronauta-héroe-todopoderoso, los astronautas de Life son tan tontos como cualquier hijo de vecino. Desde el momento en que el exobiólogo Hugh Derry se da cuenta de que está frente a un organismo extraterrestre vivo, la cadena de errores es imparable. Porque, se sabe, ese molusco alienígena que ha sobrevivido a la hostil atmósfera marciana y que crece velozmente en el laboratorio no puede ser otra cosa que un bicho mortífero. Pero Derry se entretiene acariciándolo como si se tratara de su perro, y toda la tripulación lo empieza a llamar por un nombre: Calvin. Es decir, los humanitos replican allá afuera lo que ha sucedido acá adentro: la domesticación de toda otra forma de vida hasta reducirla a la irrelevancia del jardín o del zoológico. Pero para que haya una mascota primero tiene que haber un amo. Y Calvin no tardará mucho en demostrar que él es la verdadera vida inteligente en esa nave espacial. 
Stephen Hawking ya lo ha advertido: encontrar vida extraterrestre inteligente podría resultar como el encuentro entre los indígenas americanos y Cristóbal Colón. “Y eso no acabó muy bien”, dijo el físico hace algunos años. El deseo de entrar en contacto con seres superiores, más avanzados y más sabios que nosotros está en el corazón de numerosas sectas, pero probablemente lo que haya allá afuera no sea muy diferente de nosotros: basta mirar a lo que hemos hecho con el ecosistema y con los otros seres humanos para dudar de la bondad (y de la inteligencia) de las criaturas inteligentes.
A pesar de sus tentáculos y de su extraordinaria capacidad para sobrevivir al fuego, a las temperaturas gélidas y a la ausencia del oxígeno del espacio exterior, Calvin es muy parecido a los hombres. Es curioso, se adapta con facilidad, arrasa con todo a su paso y terminará por aterrizar en otro planeta. “Calvin no nos odia”, dice el científico con admirable magnanimidad mientras el alienígena se lo está sirviendo de postre, “necesita matarnos para poder sobrevivir”. ¿No es exactamente lo que hacemos con el resto de las especies? No debe ser muy desatinado pensar que, para algunos animales, la proximidad de un ser humano provoque tanto terror y repugnancia como los que a nosotros nos genera un depredador como Calvin. 
Calvin es un monstruo efectivo, pero aporta poco a la imaginación sobre alienígenas: la figura del molusco cefalópodo ha sido usada ya hasta el cansancio para representar la otredad. Los bichos con tentáculos nos destruyen y a la vez quieren tener sexo con nosotros: está en el famoso cuadro de Hokusai, El sueño de la esposa del pescador, y también en la película Alien, en la que el alienígena embaraza a los humanos con sus crías. La fórmula del pulpo extraterrestre habla de nuestra incapacidad para imaginar lo verdaderamente alienígena: no se puede conocer aquello que está fuera de nuestros sentidos, y cada representación de un marciano no es otra cosa que una proyección nuestra. Solo podemos describir a un alienígena en nuestros términos, pero sus propias categorías nos resultan elusivas.   
Quizás la novela que haya reflejado mejor la imposibilidad de contacto con un ser extraterrestre sea Solaris, del escritor polaco Stanislaw Lem. En esta novela, un sicólogo llega a un planeta distante a estudiar la presencia de un ser viviente en las aguas del lugar. Al bombardear las aguas, el océano responde devolviendo a los intrusos imágenes de sus recuerdos más traumáticos, pero sin revelar nada de sí mismo. El alienígena de Solaris es tan radicalmente diferente del humano que cualquier intento de comunicación fracasa: lo que queda es el hombre contemplándose a sí mismo en una infinita regresión.
Life es menos sofisticada y carece de estas pretensiones filosóficas, pero el indestructible Calvin apela a los miedos atávicos. Y, por supuesto, va a acabar con la vida en la Tierra. No pude evitar pensar en Mars One y la colonización de otros planetas, y traté de hacerme una idea de lo que esto podría significar: la humanidad como un virus triunfante, poderoso y letal, a punto de saltar a las estrellas. 

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