martes, 8 de noviembre de 2016

La literatura es vida mejorada

Para recomendar:
Patricio Pron
No derrames tus lágrimas... es una novela impecablemente escrita, desde el epígrafe de Antonio Gramsci –“El viejo mundo está muriendo y el nuevo aún lucha por nacer: ha llegado la hora de los monstruos”– a las últimas notas en las que el autor revela algunas costuras (plagios creativos, apropiaciones...). Propone un puzzle narrativo entre 1945 y 2014, que Pron pensó como un “objeto poliédrico” , inspirándose en Drawing and The Blind de John M. Kennedy, un libro sobre cómo perciben los ciegos el espacio: “No en forma simultánea sino consecutiva”, hasta armar lo que “ven”, tocándolo.
Lo que se cuenta parte de la reunión de futuristas en un Congreso de Escritores Fascistas Europeos que se suspende en 1945 por la muerte violenta de uno de ellos, Luca Borrello. Tres décadas después, Pietro Linden, miembro de las Brigadas Rojas, entrevista a otros participantes, tratando de averiguar si Borrello fue asesinado. Linden ha descubierto que su padre, uno de los partisanos que lucharon contra la República Social de Mussolini, conoció al escritor y guarda sus manuscritos (ese encuentro entre ambos es el corazón de la historia y obliga a repensar lo que entendemos por “irreconciliable”). El legado urticante de Borrello atraviesa la saga familiar de los Linden y llega hasta T, hijo de Pietro, un okupa tackleado por distintos abandonos, para quien la lucha no es entre fascistas y antifascistas sino entre ricos y pobres, participante en Milán de las revueltas contra la reforma laboral de 2014. De los entretelones de esa novela habló Pron con Ñ, mientras atardecía en Madrid.
–La estructura coral, la cantidad de fuentes y épocas en que se desarrolla la acción hacen de esta tu novela más ambiciosa. ¿Lo sentís así?
–Sí, pero el proceso de escritura fue muy placentero. Parte de la documentación ya estaba hecha para El libro tachado , un ensayo sobre la relación entre la voluntad de escribir y el deseo de anular lo escrito, con el cual la novela forma una especie de binomio. Comencé a escribirla creyendo que iba a abordar dos períodos históricos que entroncan con mi interés por la violencia política: 1945, el final de la Segunda Guerra Mundial, y 1977/78, cuando surge una generación de activistas políticos en Europa, que a pesar del fracaso de la experiencia revolucionaria en América Latina, consideran la violencia como herramienta legítima para la transformación social: las Brigadas Rojas, la Fracción del Ejército Rojo, ETA...
–¿Y qué te decidió a traer la ficción hasta 2014?
–La realidad: pasaron cosas que dotaban a las preguntas que se hacen los personajes de la novela de una rara actualidad. En enero de 2015 se produjo el ataque terrorista a la redacción de la revista Charlie Hebdo y se rediscutieron los límites de la libertad de expresión; recrudeció la violencia racial en los EE.UU., se produjeron más tarde los atentados en París y una crisis de refugiados que se da en Europa misma y concierne a la visión que los europeos tienen acerca de quiénes son y quiénes desean ser. Y todas estas cosas replicaban la afirmación de Gramsci que preside la novela, acerca de los tiempos en que surgen los monstruos, entendidos como los fenómenos, figuras y discursos que se saltan de la norma, para bien o para mal. Así que, creyendo yo que estaba escribiendo mi novela más histórica, escribía mi novela más contemporánea.
–La historia familiar de los Linden está cruzada por la violencia. T, que cierra el libro, sorprende porque la protagoniza casi como una fatalidad. ¿Es imposible eludir su onda expansiva una vez que se coquetea con ella?
–Yo no diría que los personajes coquetean con la violencia. Además de estar unidos por ese legado un poco incómodo que son los textos de Borrello, los tres se preguntan de qué herramientas dotarse para dejar de ser espectadores de sus vidas. Se ven obligados a determinar qué piensan acerca de la violencia política, y más aún, si existe algún tipo de violencia política que sea legítima. Y a determinar, como lo hace T, que la violencia hoy es ejercida de formas más sutiles, dicho esto entre numerosos signos de exclamación, porque para quien ha perdido su trabajo esa violencia de sutil tiene poco. En algunos sitios –Colombia, el país vasco– se me pedía una declaración personal de adhesión o rechazo al ejercicio de la violencia política. Más aún, porque aunque esta no haya sido la posición que tomaron mis padres y más allá de mi propia mirada, en la Argentina una generación pensó que la violencia era una manera de la transformación política. Me parecía interesante que la novela lanzase esta pregunta e invitar a los lectores a contestarla.
-¿Puede enseñarnos algo hoy el futurismo como movimiento artístico?
–Debido a la connivencia con el fascismo fueron los primeros que tuvieron que preguntarse hasta qué punto puede un artista aproximarse al poder sin salir quemado. Si hubiésemos aprendido la lección de los futuristas, no hubiera habido situaciones como las del caso de Heberto Padilla en Cuba, uno de los muchos a lo largo de los últimos cien años de escritores y artistas que se han aproximado al poder, y han salido muy perjudicados de esa cercanía. Todo ello conecta con una pregunta mayor, que se hace Luca Borrello, que es si, para juzgarlos, debemos escoger las vidas de los escritores o sus obras. Creo que la novela responde por sí misma y lo que dice no es muy distinto a lo que pienso yo. Además, los futuristas apuntaban a producir un arte que se tomase el pelo a sí mismo, como una respuesta a un arte increíblemente serio y pomposo. Se pueden establecer paralelismos e incluso pensar si no sería necesario un arte carente de un sentido del ridículo que quizás tengamos los escritores actuales en exceso.
–¿El humor se relaciona en tus relatos con esa búsqueda?
–Afecta todo lo que he escrito. La novela tenía como intención poner de manifiesto que se pueden narrar ciertos hechos trágicos de un pasado relativamente reciente contraviniendo una tendencia por la cual los hechos trágicos son narrados de forma trágica, y el horror es narrado horrorosamente por autores que son incapaces de percibir el absurdo de ciertas situaciones. Lejos de eso, yo quería que fuera una novela por completo contemporánea, que implicara también reflexionar acerca de cómo se escribe una novela. Me parece que buena parte del placer que eventualmente suscite No derrames tus lágrimas... en el lector está supeditado al hecho de que acepte unas reglas de juego muy particulares que comienzan desde el título, que se propone como una especie de enigma: ¿Por qué derramar lágrimas, por quién y en estas calles?
“Las editoriales venden hoy autores, no libros”, afirma ahora Pron, mientras se acomoda el fotógrafo y él cuenta cómo se montó la presentación madrileña del título de una presentadora de tevé: garantizando que quien comprara un ejemplar se llevara también una foto con ella. Sus artículos y opiniones sobre lo que supone ser un “autor exitoso” han encendido discusiones con otros escritores allá y aquí. “Mi trabajo –dice él– no pretende ser polémico pero genera, sí, polémica, por una cuestión de perspectiva, y por el hecho de que vivimos en un tiempo en el cual todos tenemos sensibilidades a flor de piel”. Aunque dice que no sabe bailar ni conducir y que no piensa aprender, a él también le gusta posar, cosa que agradece el hombre tras la lente. Clic, clic.
–Los celos y peleas entre autores que se cuentan en la novela, ¿son ficción o experiencia?
–Algunas historias son reales y de autores que conozco. Hay un par de golpes a escritores que tras no haber dado muestras de su talento, los últimos treinta años se dedican a dar talleres de literatura, para enseñar a hacer lo que ellos no saben hacer ya. Es el caso de Abelardo Castillo, a quien llamo Castelar en el libro…
–¿No te parece valiosa la obra de Castillo –sus ficciones, las revistas culturales que dirigió, los Diarios, etc...– o lo cuestionable sería enseñar a escribir sin publicar regularmente, algo que pondría el eje más en el mercado que en la escritura?
–El suyo es el valor que se le puede dar a un actor importante en un período interesante de la cultura argentina (en el que, por otra parte, lo más interesante sucedía de espaldas y en contra de El Escarabajo de Oro , que en la actualidad sólo puede ser leído como un documento de clase), pero su obra, en sí misma, me parece muy deficitaria. Posiblemente no debería haberme burlado suavemente de él en la novela, pero me da la impresión de que el mejor Castillo es un mal Cortázar (el cual, a su vez, en muy acertada expresión de Aira, es un mal Borges). Es posible que esto tampoco deba decirlo, pero me parece que uno de los principales déficits de la literatura argentina contemporánea –la adhesión a formas completamente convencionales e inanes del cuento, por ejemplo– proviene de su magisterio, a pesar de lo cual me gustaría destacar a una escritora que creo que pasó por sus talleres y que me parece brillante: Liliana Heker.
–Mencionabas a Aira. La reunión futurista me recuerda El congreso de literatura. Y el título...
–Es una tradición antipigliesca. Cuando volví a escribir decidí hacerlo bajo premisas totalmente distintas. Una de ellas consistía en tratar de liberarme de la influencia de Piglia. Tiene una forma de titular muy personal, que yo había seguido en Hombres infames , Nadadores muertos... Y una de las restricciones que me impuse fue buscar títulos distintos.
–¿Matar al padre?
–(Se ríe) No, yo a todos mis padres literarios les deseo una larguísima vida e incluso en esta novela hay una referencia expresa a Piglia porque el congreso se sitúa al noroeste de Italia en Pinerolo, el pueblo de su padre. Piglia ha escrito y muy bien sobre algunas de estas cuestiones –los vínculos entre literatura y política, entre relato e historia, las diferencias tan sustanciales entre memoria e historia–, y me parecía que era una forma de trasmitir una referencia y utilizarla como punto de partida. En cuanto a Aira, El congreso de literatura es una de mis novelas favoritas entre las suyas, quizá resuene en la mía, no lo sé. Ambos son autores imprescindibles para mí, de formas muy distintas.
–Alguna vez creíste que hasta los 39 años no te iban a tomar en serio como autor. Tenés 40, ¿te sentís distinto?
–Tengo casi 41 y no me siento distinto a cuando tenía 39. Excepto por un aspecto fundamental: ya no tengo miedo. La mayor parte de los escritores pasamos la primera parte de nuestra vida aterrados, tratando de averiguar cuál es el camino para llegar al sitio del cual provienen las cosas que escribimos. Pero llega un punto en el cual aceptas el hecho de que vas a estar un tiempo más yendo a esa fuente. Y que puede haber un momento en el que no vayas más o que la fuente se seque. Lo cual no cambiará lo que crees que eres. Y ese punto, si uno es afortunado, se alcanza en torno a los 40 años.
–La política aparece, de uno u otro modo, en tus libros. ¿Militás?
–Después de la campaña del 83 de Luder, quedé absolutamente exhausto. Tengo recuerdos infantiles muy importantes de esa campaña y de la decepción posterior. A mí me interesa más el peronismo cuando no está en el poder, ciertos valores constitutivos del peronismo: la solidaridad, el compromiso cotidiano con la comunidad de origen, la pertenencia de clase, la desconfianza hacia las instituciones políticas tradicionales, la búsqueda de estrategias transversales.... El año pasado, mis padres se deprimieron mucho con el cambio de gobierno y yo traté de animarlos remarcando que son ciclos políticos. Ahora están de nuevo en el sitio al que pertenecen, que es la resistencia.
–¿Y vos?
–El gobierno kirchnerista no me invitó nunca a un evento público, aspiro a que este tampoco lo haga. O sea, mi situación no ha cambiado radicalmente, la de mis compatriotas y amigos y hermanos, sí.
–¿Con cuál de las miradas sobre la literatura que se expresan en la novela coincidís vos: es vida mejorada y hay que ir siempre hacia ella o, como plantea otro personaje, incluso la que habla del futuro siempre llega tarde?
–La literatura es vida mejorada, para mí. Lo es para todos los que somos lectores. Y para quienes crecimos bajo un régimen totalitario o en la transición a una democracia endeble, promete que las cosas pueden ser de otra forma. Como escritor, además, es la promesa de que, más allá de nuestros errores y de la incapacidad para hacer decenas de cosas que nos afecta, eso nos sea perdonado en nombre de que escribamos un par de libros que hagan que valga la pena recordarnos. Ese es el trabajo. Eso es lo que me interesa de la literatura.

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